29 de agosto de 2008

"EL CARACOL"

A finales de los 70’s, éramos un grupo de mozalbetes de 16 a 18 años viviendo esa etapa tan complicada de la vida como es la transición de la adolescencia a la “adultez temprana” (como yo la llamo). Etapa en la que queremos “ser grandes” de porrazo y comenzamos a tener nuestras primeras experiencias con los llamados “vicios” en los que todo hombre esta casi “condenado” a caer como son: el trago, las chicas malas y la timba. Refiriéndome al primero de ellos pues, comenzamos a frecuentar algunos bares del barrio como “El Azul”, cuya propietaria era una Tía de la cual ya ni recuerdo el nombre, pero si su apariencia, como la Hermelinda de las historietas, y que ademas, se decía que tenía fama de practicar la hechicería, lo cual producía en nosotros una cierta ansiedad –por no decir temor- cada vez que la visitábamos. También nos reuníamos en las tiendas del “chino Juan” y “don Rafa”, ambas colindantes, y especializadas en la preparación de brebajes hechos a base de anisado, ron y alcohol que te hacían entrar en orbita en menos de lo que canta un gallo. Pero había un lugar que recuerdo con especial cariño, en el que pase inolvidables momentos junto a George, Gilbert, Papi, Joselito, el “loco Freddy”, Lucho Salas, entre otros. Ese lugar era “El Caracol”.
Era una cantina a la que se llegaba subiendo la Panamericana, justo a la entrada de lo que ahora es el barrio de José Olaya, precisamente al lado de la casa de Luchin “gato” Flores. Este lugar era propiedad de unos “paisanos”, como la mayoría que habitaba la zona, que en esa época era una “invasión”. Pero, aparte de ser un sitio tranquilo y cercano, tenía dos particularidades que, para nosotros, le confería el distintivo de “especial” y “entrañable”. Primero, tenia un juego de sapo, por el que obligatoriamente desfilábamos para poner en práctica nuestras habilidades con las fichas de metal dorado, tratando de hacerlas ingresar en la boca del batracio, colocado en medio de aquel artilugio de madera, llena de huecos y cajoneras diagonales. Y, en segundo lugar, tenía una Rockola. Sí, esos monstruos metálicos, que por un ingenioso sistema de rodamiento, colocaba el disco previamente seleccionado en el panel delantero. Creo que nunca un aparato eléctrico tuvo tanta magia como este “pionero” de los reproductores musicales.
Pero falta contarles un detalle, el más importante de mi narración. Era el caso que como los dueños de este bendito local eran de la serranía de Ancash, y por tanto, toda la discografía incluida en la rockola eran huaynos, salvo un disco. Esa canción era –y fue allí donde la escuche por primera vez- “Me and Mrs Jones” del inigualable Billy Paul, extraordinario tema que desde ese instante me ha acompañado a lo largo de mi vida y que cada vez que lo escucho -como en estos momentos- me transporta, a través de los recuerdos, a aquellos momentos de juventud, en aquel lugar mágico, jugando sapo junto a los amigos de toda la vida y escuchando la mas entrañable de las melodías

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